A bocados

¿Quién no ha saboreado el placer de una porción de algo? De membrillo, de chocolate en forma de bombón, de naranja convertida en gajos, de queso... Cada uno de esos momentos ha sido una porción de vida, centrado en el paladar, la textura y el deseo de que no termine... Porque así se nos presenta la vida, en porciones, formando un gran queso donde podemos encontrar desde gusanos hasta agujeros, pero también ternura y sabor; y donde hay que tener mucho cuajo para no darle un mordisco y comérselo a bocados.

lunes, 1 de agosto de 2011

Liliputienses en Moscú

Un día agotador. Madrugón, tensión aerofóbica por duplicado debido a la escala en Hungría, recorrido en tren, otro en metro, paseo con el rumbo equivocado, nuevo paseo en metro, llegada al hotel, viaje al pasado en ascensor, reparto de habitaciones, limpieza de la bolsa de aseo en la que reventó un bote de crema, no hay tiempo para ducharse, nuevo paseo, gente bebiendo por la calle, es tarde, hay mucha gente por la calle para la hora que es, el paseo sigue, nos vamos acercando, sabemos que no queda nada, que al girar podemos encontrarla, alargamos los pescuezos para que la vista alcance antes que nuestros pies lo que estamos buscando y objetivo cumplido, allí estaba, amplia, infinita, envolvente, misteriosa, la plaza Roja, con su guinda de cuento de hadas, sacada de una bola de cristal de una tienda de recuerdos, majestuosa, intensamente colorida, emulando una tarta de chucherías gigante, daban ganas de lamerla, de arrancarle un trocito y echarlo a la boca (estoy segura de que sabe a algodón de azúcar), la catedral de San Basilio. Me sentí liliputiense. Una belleza estremecedora. No hubo una sola noche que no volviéramos a verla, a recorrer los setecientos metros de largo y los ciento treinta de ancho que ese nicho de arquitectura nos otorgaba. Ahí permanecíamos, cuatro adultos que aún conservaban el espíritu impresionable de un niño, en fila frente a ella, sin articular palabra (no hacía falta pedir silencio) durante unos instantes, hasta que sentenciábamos al unísono: es espectacular, no me cansaría de mirarla. Después, volviendo sobre los pasos andados por esos noventa y un mil metros cuadrados de adoquines, reflexionábamos, bajo la mirada ya inerte de Lenin, y nos aturdían preguntas sin respuesta que adivinábamos en los ojos de los lugareños, gente aplastada por la conformidad impuesta. El cansancio de nuestros pies se desvanecía de un plumazo.

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