¿Has olido el otoño? Yo, tampoco. Oficialmente llega la semana que viene, pero por todos es sabido que las estaciones no entienden de fechas fijas, y se incorporan antes de lo requerido. ¿Acaso empieza a hacer calor el 21 de junio? No, hace calor desde, al menos, un mes antes. ¿Acaso empieza a hacer frío el 21 de diciembre? Tampoco, noviembre no es un mes agradable. De la primavera solo se recuerda que hace buen tiempo, pero nuestro refranero es sabio: “Marzo, ventoso y abril, lluvioso” o “En abril aguas mil”. Por no hablar del “Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo”. Vamos, que esto de las estaciones es un tanto elástico.
Como decía, no huele a otoño. Aquí en Madrid, a quince de septiembre, no es normal, ni de lejos, rondar los 40 grados de día y superar los 20 de noche. Ojo, que no me quejo, pero me inquieta. Nos estamos derritiendo. No recuerdo la última vez que llovió.
Una minoría de tímidas hojas se han atrevido a caer, puntuales a su cita, pero la espesa alfombra de hojarasca no nos visita aún. Ni hace viento. Solo calor. Seco. Y un día amanecerá frío, nublado, lloviznará y nos pillará con sandalias y tirantes. O con el pelo mojado. Será entonces cuando pensemos que ya era hora y al día siguiente, tras apartar las sábanas, que nos parecerán pesadas como el plomo, la garganta raspará, los ojos lloriquearán y la nariz se humedecerá, anunciándonos el constipado otoñal que marca el fin de la juerga veraniega de horarios indefinidos y el principio de la era de noches tempranas. Será entonces, desde ese mismo instante, cuando empecemos a echar de menos el verano durante los siguientes ocho o nueve meses. Miraremos hacia arriba buscando el azul cuya intensidad apenas recordaremos tras innumerables semanas de paseos bajo un techo de nubes, sin percatarnos de todas esas veces que, sudando, dijimos: “Pues a mí me gusta más el fresquito”.