“No hay quien aguante este frío. No sé si los dedos de
los pies me duelen o he dejado de sentirlos. Curiosa sensación. Y paradójica a
la vez. Me pregunto dónde nos llevan. Ha quedado bastante claro que es mejor no
preguntar, y eso que no nos lo han dicho directamente. Bueno, hay que reconocer
que partirle la cara a esa mujer con la culata ha sido toda una afirmación.
Aquí están todos enfadados. Mucho. Pero no entre ellos, no; con nosotros. No
les gustamos y nos traen aquí a quién sabe qué. No sé por qué tenemos que
ducharnos todos juntos. Ya no hay dignidad. No, no es eso. Espera, algo no
cuadra. Nos han dejado solos. Qué extraño. No entiendo nada. Apenas puedo
respirar. Aguanta. Mis rodillas se clavan en el suelo de golpe, debería haberme
dolido más. He de concentrarme en respirar. Quiero gritar, solo atino a retorcerme. Nadie
puede ayudarme. Me apago”. […]
Un pensamiento perdido en el invierno polaco de 1944. Podría ser el de cualquiera de millones.
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