Tras superar la tozuda adherencia de mis párpados, valiéndose de un escozor contundente que provoca el cierre automático de mis ojos, me desarropo y pongo los pies en la suave alfombra, aún aturdida por el sonido penetrante y eficaz del despertador. Este estado aún me acompañará durante unos minutos, e iré incorporándome paulatinamente a la vida real; la del agua fría en el rostro, que me despereza del todo y la del desayuno amable de mi compañero de vida. Una rápida decisión de vestuario cómodo, que no oprima mi cuerpo estático durante diez horas; un poco de salud de bote en mis mejillas y directa al paseo matutino perruno.
El paseo matutino perruno consiste en deambular de un punto A al mismo punto A dando un rodeo más o menos informe con parada en todos y cada uno de los árboles y arbustos que el can al que dirijo encuentra a su paso. A continuación, el susodicho procede a olfatear, fisgar, marcar y tapar –esto último con mayor o menor éxito– los puntos que decide según indescifrables criterios.
Este reconfortante paseo termina de poner la mente en orden y prepararla para la jornada. Pero aún hay algo que ni la cafeína, ni el agua fría ni el paseo han conseguido: llenarme de energía. Me han despertado y despejado, pero necesito algo más.
Así, con los brazos cargados por el bolso, el abrigo y las tarteras para el almuerzo, me dirijo al coche. Ay, el coche, esa yema de huevo con ruedas propulsada por un motor de explosión sin la cual llegar a una oficina sin metro ni red de cercanías, con una línea de autobús que tarda 30 minutos en recorrer 4 km y otra que cuya parada está a 20 minutos a pie con travesía de una autovía incluida, sería toda una proeza diaria.
El sonido casi metálico de la llave en la ranura del contacto y el tacto del volante, instalada en el asiento, configuran la antesala de esa breve rutina motorizada que cautiva y aísla. El devenir de las curvas agarrada al asfalto, el horizonte lejano al frente y de fondo ella, indiscutible, invencible. Acordes, instrumentos, voces e historias conviven en canciones que se suceden para revitalizarme, ensalzarme el ánimo y emocionarme. Mi frágil voz tararea, una por una, las canciones que de manera aleatoria hoy invaden el cubículo; la declaración de intenciones de Highway to Hell por AC/DC, el agudo imposible de Iron Maiden en The Trooper, la ronquera perfecta de Janis Joplin en Down On Me, el coqueteo country en Maggie's Farm por Bob Dylan y en el último tramo, para terminar de transformarme, Killing in the Name de Rage Against the Machine.
Lo he conseguido. Positiva, enérgica y activa, en ese estado llego cada mañana a la penitenciaría de ideas. Y todo gracias a ella. Somos inseparables.
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