A bocados

¿Quién no ha saboreado el placer de una porción de algo? De membrillo, de chocolate en forma de bombón, de naranja convertida en gajos, de queso... Cada uno de esos momentos ha sido una porción de vida, centrado en el paladar, la textura y el deseo de que no termine... Porque así se nos presenta la vida, en porciones, formando un gran queso donde podemos encontrar desde gusanos hasta agujeros, pero también ternura y sabor; y donde hay que tener mucho cuajo para no darle un mordisco y comérselo a bocados.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Musicoterapia on the way

Tras superar la tozuda adherencia de mis párpados, valiéndose de un escozor contundente que provoca el cierre automático de mis ojos, me desarropo y pongo los pies en la suave alfombra, aún aturdida por el sonido penetrante y eficaz del despertador. Este estado aún me acompañará durante unos minutos, e iré incorporándome paulatinamente a la vida real; la del agua fría en el rostro, que me despereza del todo y la del desayuno amable de mi compañero de vida. Una rápida decisión de vestuario cómodo, que no oprima mi cuerpo estático durante diez horas; un poco de salud de bote en mis mejillas y directa al paseo matutino perruno.
El paseo matutino perruno consiste en deambular de un punto A al mismo punto A dando un rodeo más o menos informe con parada en todos y cada uno de los árboles y arbustos que el can al que dirijo encuentra a su paso. A continuación, el susodicho procede a olfatear, fisgar, marcar y tapar –esto último con mayor o menor éxito– los puntos que decide según indescifrables criterios.

Este reconfortante paseo termina de poner la mente en orden y prepararla para la jornada. Pero aún hay algo que ni la cafeína, ni el agua fría ni el paseo han conseguido: llenarme de energía. Me han despertado y despejado, pero necesito algo más.

Así, con los brazos cargados por el bolso, el abrigo y las tarteras para el almuerzo, me dirijo al coche. Ay, el coche, esa yema de huevo con ruedas propulsada por un motor de explosión sin la cual llegar a una oficina sin metro ni red de cercanías, con una línea de autobús que tarda 30 minutos en recorrer 4 km y otra que cuya parada está a 20 minutos a pie con travesía de una autovía incluida, sería toda una proeza diaria.

El sonido casi metálico de la llave en la ranura del contacto y el tacto del volante, instalada en el asiento, configuran la antesala de esa breve rutina motorizada que cautiva y aísla. El devenir de las curvas agarrada al asfalto, el horizonte lejano al frente y de fondo ella, indiscutible, invencible. Acordes, instrumentos, voces e historias conviven en canciones que se suceden para revitalizarme, ensalzarme el ánimo y emocionarme. Mi frágil voz tararea, una por una, las canciones que de manera aleatoria hoy invaden el cubículo; la declaración de intenciones de Highway to Hell por AC/DC, el agudo imposible de Iron Maiden en The Trooper, la ronquera perfecta de Janis Joplin en Down On Me, el coqueteo country en Maggie's Farm por Bob Dylan y en el último tramo, para terminar de transformarme, Killing in the Name de Rage Against the Machine.

Lo he conseguido. Positiva, enérgica y activa, en ese estado llego cada mañana a la penitenciaría de ideas. Y todo gracias a ella. Somos inseparables.

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